Fin (de la primera parte)

Sí, haciendo tributo a aquellos siempre inolvidables Los Piratas, quería despedirme hasta más ver de mis fieles y muy activos (esto, evidentemente, dicho con mucha sorna y algo de penita) lectores; y es que voy a comenzar mi característico período de hibernación y enclaustramiento obligatorio en el que me hundo para estudiar, estudiar y, ah, sí, estudiar esas oposiciones que a estas alturas aún no sé si se convocarán, si acabarán por matarme o si nunca llegaré a aprobar. Deseadme suerte.

Pero antes de lo inevitable, quería compartir con vosotros mi pequeño periplo estival por el mundo de las letras. Este año me apetecía embarcarme en algo grande, grande de verdad, así que para variar y sin que sirviera de precedente consulté algunas tópicas listas de típicos libros elaboradas por críticos literarios y genios varios que dictan qué, cómo y cuándo leer. Por supuesto, acabé por tirar todas esas listas a la basura.

Y dado que ya me había leído la Santa Trinidad de las letras españolas (véase ‘Don Quijote’, ‘La Regenta’ y ‘La Celestina’), se me pasó por las mientes hacerme con algún ejemplar de Camus o Joyce. Finalmente, me decidí por dejar esa odisea para veranos más tranquilos en los que, a ser posible, hasta tuviese vacaciones y todo.

Total, que me encontraba perdida corriendo como un pollo sin cabeza (me encanta este símil), así que me hice mi propia lista, ecléctica y dispar como ella sola: Gabriel Miró, Celso Emilio Ferreiro, Miguel Ángel Asturias, Ramon Llull (sin tilde en valenciano/catalán/mallorquín), Jacinto Benavente, Gabriel Celaya, Juan Ruiz aka Arcipreste de Hita e, incluso, algo de Novalis, Terencio y E.T.A Hoffmann.

Pues bien, no me preguntéis cómo pero el único libro que he logrado leerme entero este verano ha sido el ejemplar de literatura norteamericana contemporánea ‘La conjura de los necios’, del malogrado J. K. Toole. No te digo y te lo digo .

Y para concluir, lanzo al aire este último (por el momento) debate que nunca será tal dado que aquí no comenta ni el tato (y no quiero mirar a nadie): ¿Qué libros habéis leído este verano?, ¿algo para recomendar?, ¿existe eso que se llama ‘literatura de verano’?

Un beso a todos, gracias por vuestras visitas.

Tiempo de silencio, Martín-Santos

Hay libros (pocos, pero los hay) que consiguen barrer de un plumazo mi tan manido»todo está inventado», a Dios gracias. Y es que la experiencia que supone encontrarte con algo nuevo, inusitado, creativo y genial ocurre en tan contadas ocasiones que, cuando se da, resulta poco más que un milagro.

Tal me pasó con ‘Tiempo de silencio’, renovación literaria donde las haya. Conocí de esta obra por mis apuntes de las oposiciones, para mi vergüenza, y es una verdadera pena que ésta no sea más famosa porque es un pedazo libro como un templo, por decirlo claro y rápido.

Esa renovación de la que hablaba se da en diferentes aspectos (temporal, estilístico, espacial, temático…), pero de todos ellos el autenticamente reformardor es el estilístico. ¿Nunca os ha pasado estar leyendo algo, no entenderlo y, aún así, pareceros sublime? Creo que debe ser algo como cuando alguien que no entiende de arte (en el estricto sentido de la palabra) observa un cuadro y queda maravillado ante su belleza.

Su regeneración lingüística se basa, principalmente, en la creación de neologismos a cascoporro, es decir, en la invención de un vocabulario único, chispeante, provocador, hilarante, ingenioso, múltiple, variado, especial y me faltan adjetivos, desde los cultismos al argot más chabacano pasando por nutridos tecnicismos científicos y extranjerismos varios.

Junto a esta explosión orgiástica de vocabulario destacan sus innumerables alusiones literarias y cultas de todo género, algunas más evidentes y otras (las más) difíciles de captar; así como su divertidísima, aleatoria y loca adjetivación.

Luego está la trama, tan plana que la visualización de la película (eso fue un descubrimiento una noche de insomnio paseando por La 2) resulta soporífera; pero no os engañéis, esa sencillez (tan sólo aparente) es esencial ante un estilo tan sobrecargado. Sería imposible enterarse de lo que pasa si la cosa se hubiera complicado más de lo que ya lo hace.

Para muestra, dos botones: la trama (un investigador acude a las afueras de Madrid a proveerse de ratones para continuar su experimento) y algo de su vocabulario (amanoladamente, churumbeliportantes, destripaterrónicas, fecaloideo, in propia capita, paraboloides espiroidales, pollito tomatero, raquitismus enclencorum y terebrofilia, entre muchos, muchos otros).

En fin, para terminar quería retomar esa pregunta lanzada al aire (o no) un par de párrafos arriba: ¿alguna vez habéis tenido la experiencia al leer un libro de que no estáis entendiendo nada pero no podéis estar disfrutando más?

Gracias por tu visita.

Cinco horas con Mario, Delibes

Quizá no sea muy acertado etiquetar esta enorme (con mayúsculas) obra como ‘novela de posguerra’, pero es que llega un momento en el que las escuelas, corrientes y movimientos literarios se confunden en la contemporaneidad y, qué rayos, hay obras que son sencillamente encasillables, por más que los críticos insistan en crear un grupo nuevo cada década que pasa.

Hecha esta aclaración, pasamos a lo que interesa.

Es, ‘Cinco horas con Mario’, de esas novelas que son como un puñetazo en el estómago, pero un puñetazo en el sentido positivo, de esas que te dejan sin aliento porque te tocan muy adentro. Todos sabemos el tema: una viuda repasa durante el velatorio del cadáver de su marido su vida en común, una vida de incomprensión, soledad y sueños rotos.

Suena muy original, pero es que no acaba ahí la genialidad del vallisoletano (al que únicamente le reprocho su sangrante leísmo, laísmo y loísmo, ¡qué confusión de pronombres, señor!), sino que es sólo el principio.

Me encanta, por ejemplo, que cada capítulo empiece con una cita de la Biblia que, de una manera o de otra, tiene relación con lo que se va a leer a continuación; me gusta mucho esa marcada división entre los capítulos en los que Carmen está sola y entre los que está con más gente; me parece muy apropiado el único e interminable párrafo que compone la cantinela de Carmen porque le da un mayor aspecto de reprimenda; me fascina su capacidad para plasmar ese ambiente de funeral: absurdo, mecánico, incomprensible, alienado; es magistral la plasmación de la intimidad de pareja gracias a un excelente uso del lenguaje coloquial y familiar; y creo que es genial conventir a la protagonista en una completa antiheroína y al difunto en un protagonista tan bien retratado que no necesita ni una línea de diálogo para que penetremos en su corazón.

Pero creo que lo que más me gusta, además de esa sublime técnica, es la desazón, la profunda y absoluta desazón en la que te sumes a medida que vas avanzando en las páginas. Durante el repaso de Carmen (y qué repaso), una frase me repiqueteaba constantemente: «Dios mío, ¿cómo sobrellevar esa soledad durante tantos años?». Pensar que la persona con la que compartes tu vida es la que menos te conoce y la que menos te comprende resulta como mínimo devastador.

Es un sentimiento triste, sí, pero ¿no es fabuloso cuando la lectura de una obra logra despertar en ti toda clase de sensaciones sean buenas o malas? Eso es literatura con mayúsculas, la que no te deja nunca indiferente, la que te hace sentir viva.

Gracias por tu visita.

La barraca, Blasco Ibáñez

Una de las espinitas que tengo clavadas en materia de Literatura es el exiguo número de autores clásicos de lengua castellana en mi terreta, apenas un pequeño puñado que, casualidades, se circunscribe prácticamente en su integridad al siglo XX. Son pocos pero, eso sí, de un esplendor sin igual: Guillem de Castro, Arniches, Blasco Ibáñez, Gabriel Miró, Azorín, Miguel Hernández, Francisco Brines y Juan Gil-Albert.

El post de hoy lo quiero dedicar a Vicente Blasco Ibáñez, uno de los más grandes representantes del Naturalismo en España; para mí, no obstante, el mejor. Sus plásticas descripciones, únicas, bellas, originales y a la vez tan truculentas (mucho antes de la aparición de la novela tremendista de Cela); y sus ambientes y personajes, siempre tan próximos a ese pueblo protagonista ineludible del Naturalismo, hacen de él un escritor excepcional y sobrecogedor.

De joven leí ‘Cañas y barro’, que me encantó (un día le dedicaré un post a ese libro), y recientemente cayó en mis manos ‘La barraca’ (en una excelente campaña solidaria de la biblioteca del barrio por la cual, en el Día del Libro, regalaban un ejemplar a cambio de alimentos no perecederos), y sabía, como ha resultado ser, que no me decepcionaría.

Así, nos encontramos, de nuevo, con la huerta valenciana como paisaje predominante, enclave natural de agricultores y gentes humildes en lo que a finales del siglo XIX y principios del XX se refiere. Esa naturaleza, así como sus habitantes, adquiere un cariz casi místico, que algo tiene de predecesor de la novela de la tierra latinoamericada y del realismo mágico.

Dicho componente místico lo envuelve todo, cultivos, moradas y residentes, en una historia trágica que, por más que se  advierte desde el principio, no deja de ser desgarradora y desconcertante en su final. Instintos primarios, supervivencia, sublevación ante el poder, muerte, insidias y un respeto sobrenatural ante la gran protagonista, la barraca (centro de todas las miradas, origen y fin del bien y del mal), que convierten a esta novela en una experiencia única que te atrapa y te deja sin aliento.

Belleza y brutalidad en estado puro.

Para abrir debate, ¿qué autores destacarías en plasticidad descriptiva, técnica literaria donde las haya que marca la diferencia? Gracias por tu visita.

Fortunata y Jacinta, Pérez Galdós

Por fin he terminado de leer mi tan ansiada ‘Fortunata y Jacinta’. Y digo «por fin» porque los avatares y vicisitudes que por el camino se me han presentado han sido varios y complejos pero, como hace más el que quiere que el que puede, finalmente he logrado mi objetivo.

Es, ‘Fortunata y Jacinta’, una obra inmensa en todos sus sentidos: desde su gran extensión hasta su vasto universo literario pasando por, cómo no, su excelsa calidad. Realmente es una obra muy bien construida, con unos personajes variados y muy bien caracterizados, así como con ambiente (local, histórico, etcétera) muy detallado, tan propio del Realismo pero, especialmente, del insigne Galdós.

El principio puede que sea denso en demasía, pues nuestro autor tarda bastante en meternos en harina en pos de dotar a la historia de unos antecedentes muy pormenorizados; pero luego, cuando empieza de verdad el asunto, resulta imposible parar de leer porque el relato te atrapa (y eso que siempre que leo estos libros ya me conozco el final).

La historia de estas dos mujeres resulta magistral, muy bien entretejida, y el desarrollo de los acontecimientos siempre se mantiene arriba, sin decaer el interés, con lo que el lector está constantemente en vilo (a excepción del principio del todo y de algunos pasajes históricos, como ya he dicho).

En ese último sentido, me he acordado mucho del libro ‘Como una novela’ (Barcelona, Anagrama, 1993), de Daniel Pennac, quien proclamaba el derecho del lector a saltarse páginas cuando la historia se le hace aburrida, tal y como a él le pasó como ‘Guerra y paz’, huyendo del relato historiográfico en busca de la trama amorosa.

En mi caso, me resulta casi fisiológicamente imposible eso de saltarme páginas, me parece una herejía y antes abandono el libro en su totalidad que pasar hojas sin más; pero es cierto que cuando Galdós empieza a meterse en asuntos históricos, una acaba leyendo sin saber lo que lee esperando encontrar pronto la chicha.

Me han gustado muchas cosas de esta novela: el amor y compasión que desprende el autor por su antiheroína, Fortunata, representación del pueblo como víctima de la clase alta; la perfecta caracterización de todos los personajes (puedes verlos en tu cabeza y hasta sientes que los conoces); y, especialmente, el juego de Galdós de las premoniciones, y no digo más a ese respecto porque no quiero desvelar nada.

El final, por su parte, si bien resulta muy bueno, no me termina de agradar del todo (al menos, en lo que se refiere en sus últimas líneas), como ya me pasó con ‘Misericordia’, y es que a este hombre parece que le cuesta acabar sus libros y concluye siempre como de forma abrupta. En mi humilde opinión, cuando un libro es tan bueno, merece un final apoteósico, con fuegos artificiales y demás, como me pasó, por ejemplo, con ‘Cien años de soledad’. Y, sin embargo, Galdós flojea en las últimas líneas; o eso, o es que le pillé tanto odio al personaje de Rubín que me sentó muy mal que la novela se cerrara con él, ¿qué pasa con Jacinta y el Pitusín? En fin, habrá que imaginárselo.

En definitiva, queridos lectores, ‘Fortunata y Jacinta’  es una gran novela (aunque ‘La Regenta’ es indudablemente superior), paradigma perfecto del Realismo y de la obra de Galdós: intensa, compleja, completa y hondamente humana. Todo un clásico.

Para concluir, un poco de debate: ¿sois partidarios de saltarse uno las páginas de un libro si la trama se hace aburrida?, ¿mejor eso que abandonar definitivamente la obra? Gracias por vuestras visitas.

Tres eran los autores, tres

En primer lugar, quería pedir disculpas a mis múltiples lectores ante mi ausencia de entradas nuevas. Esta vez no es que esté enfrascada en una intensa lectura (¡qué más quisiera!), sino que últimamente ando muy liada con el tema laboral así que, de momento, no tengo mucho tiempo para leer ni para escribir.

No obstante lo anterior, no quería dejar pasar más tiempo sin postear algo que me reconcome desde hace una semana y que quería compartir con vosotros. Resulta que el otro día estaba hablando con mi prima pequeña (no es que sea de corta edad -o estatura-, sino que es la menor de todos los primos y ya se ha quedado para siempre con lo de «pequeña»; tendrá 77 años y yo la seguiré llamando «pequeña») sobre la selectividad que este año va a cursar y me interesé por cómo llevaba la Literatura.

En estas, le digo yo: «A mí me entró en el examen de selectividad (hace ya muchos años, queridos lectores, aunque sé que mi cutis puede llevar a engaño) un ejercicio de desarrollo a elegir entre Antonio Machado y las vanguardias». Y mi primica me respondió con una cara como si le estuviera hablando de logaritmos neperianos elevados a la enésima potencia.

«¡Cómo! -le solté yo- ¿es que no los has dado tú aún en clase?». Y va y me suelta (por favor, el que esté de pie que se siente): «Prima, yo no sé qué es «eso» (tal cual lo dijo), a mí en selectividad sólo me entran Valle Inclán, Isabel Allende y Miguel Hernández». Casi me caigo de la silla en la que estaba sentada, jurado.

¡¡Pero, por favor!! ¡¡A qué niveles de incultura hemos llegado!! ¡¿Cuánto más vamos a seguir bajando el nivel!? Ya que estamos, ahorremos papel con la selectividad y abramos las puertas de la Universidad de par en par, total, para lo que hay que cribar.

Vale. Puedo entender que cuando yo era moza, en los maravillosos años de BUP (¡ah, regresa!), había una asignatura sólo para Lengua castellana y otra sólo para Literatura, con lo cual había mucho más tiempo para enseñar otras cosas. Pero, a mí que no me j@€$& con que únicamente les da para ver a tres autores durante todo el curso; no me lo creo.

Dado mi absoluto estado de anonadamiento (ojiplática me quedé con la noticia), decidí seguir indagando por mi cuenta para tanter más a fondo en qué había quedado esa prueba universitaria que en mi tiempo resultó ser tan intensa (por ponerle un adjetivo a esa experencia, para mí devastadora tanto en cuanto decisiva para mi bien soñado futuro).

Y bien, resulta que también en Filosofía (una materia que no aúna bloques temáticos tan diversos como Lengua castellana y Literatura) los alumnos sólo estudian tres autores para selectividad: Platón, Descartes y Nietzsche, ¡¿qué broma es esta!? ¡¿Así cómo quieren que los estudiantes sean capaces de relacionar en el comentario filosófico de selectividad si no poseen mayor conocimiento que esos tres autores?! ¿Pondrán en común, acaso, el mito de la caverna con el mito de Ricky Martin y la mermelada?

En fin, vivir para ver.

Antología poética, Espronceda

Este es el primer post que escribo sobre poesía. Y no es porque no lea este género. Ni porque no me guste. Simplemente, creo que para leer poesía debes tener el alma predispuesta. Quiero decir, a veces puedes estar leyendo novela o teatro y si, de repente, se te va el santo al cielo y has «no leído» dos páginas, pues no pasa nada (a no ser que sea un momento de clímax, claro está).

Sin embargo, si te pones a leer poesía y no te enteras de lo que estás leyendo, estás perdiendo el tiempo porque cada poema (aunque hay excepciones) es una microhistoria y no puedes permitirte no captar su esencia al cien por cien. Además, la gracia de la poesía es que te llegue a lo más hondo para producirte todo tipo de sensaciones; si te pierdes eso, te lo estás perdiendo todo.

Pues bien, estoy yo que no estoy del todo en estos últimos tiempos, así que no quería lanzarme a la aventura lírica para, total, no aprovechar la experiencia (perdóname, Blas de Otero, llevas ya tanto polvo encima). Pero bueno, el otro día decidí animarme y pensé: «¡Qué diablos! Sólo se vive una vez», así que me puse el mundo por montera y me lancé a la lectura de alguien de quien nunca había leído nada (a excepción de lo obligatorio en el instituto): nuestro gran, gran romántico José de Espronceda.

Tenía ganas, sobre todo, de leer ‘El estudiante de Salamanca’, ya que en el prólogo de ‘Don Juan Tenorio’ vi que éste estaba en parte basado en aquel. También, ¡cómo no!, me apetecía mucho leer el Canto II del ‘Diablo mundo’, una de las elegías más hermosas de las letras españolas, tal y como dice la teoría.

En fin. Del primero, debo decir que me ha encantado, la historia es genial; el verso, variado métricamente, como manda el canon romántico; los recursos son numerosos y siempre originales; y el toque tétrico me encanta, ¡por fin un romántico español de corte europeo! Rara vis.

En cuanto al Canto II (que no III, como aparecía en mis estúpidos apuntes de la oposición) debo decir que es muy bello y sincero (algo muy que agradecer), y también muy, muy declamatorio, como buen romántico.

Para abrir debate: si sólo pudieras quedarte con una elegía española o latinoamericana, ¿cuál sería? Gracias por tu visita.

Sobre dramaturgos y otros teatreros

La semana pasada estuve algo perdida y es que, a lo largo de los últimos días, me he enfrascado en la lectura de autores europeos de teatro, un género muy interesante al que, no termino de acertar por qué, nunca le he prestado demasiada atención así que, como comprenderéis, tenía (tengo aún) mucho trabajo pendiente.

Y si te vas a lanzar, la mejor manera de hacerlo ya sabes cuál es: de la mano de los clásicos, que nunca fallan. Así pues, he estado leyendo, entre otros, a Shakespeare, Molière, Ionesco y Beckett. Tenía muchas ganas de contaros mis experiencias con ellos, pero no terminaba de encontrarles un lugar en este blog dedicado a la literatura patria y latinoamericana; no obstante, después de pensarlo mucho, decidí que estas lecturas no podían quedar en el olvido y, por tanto, les he reservado un espacio en la fabulosa categoría de ‘Miscelánea’, palabra ocurrente donde las haya.

Del genio británico había leído en el instituto ‘Hamlet’ (en castellano y, en la hoja de al lado, en el original, un ejercicio súper interesante), pero tras mirarme un poco por encima las sinopsis de otras obras suyas, tenía ganas de pillar ‘El rey Lear’ y, la verdad, sabía que no me defraudaría.

¡Qué tragedia para envidiar! Quiero decir, el arte de Shakespeare, no los tristes avatares del anciano rey. Ahora entiendo por qué en España, hasta la llegada de Lorca, la tragedia nunca ha sido muy trabajada y es que, después del amigo Will, cualquier cosa quedaría a la altura del betún.

¡Qué artista, señores! Realmente, no hay suficientes palabras para describir el buen saber hacer de este dramaturgo: sus temas son originales (evoluciona de la mitología griega al tema nacional de manera impecable), su verso blanco resulta perfecto (espero que no sea cosa sólo de la traducción al español, por eso resulta interesante tener el original) y su poder de palabra, junto a su profundo conocimiento del alma humana, consigue crear una tragedia elevada a la categoría de obra maestra que te toca hondo y no deja indiferente a nadie. Me ha encantado.

En cuanto al responsable de la renovación de la comedia francesa, debo decir de Jean Baptiste Poquelin o Molière, para los amigos, que (aún a sabiendas de que debo leerlo más) su comedia es bastante fresca, resuelta y sin complejos algo que, conociendo a los franceses, resulta absolutamente rompedor.

De él tomé su obra maestra, ‘Tartufo’, que recibió en su momento más palos que el perro de un ciego, como no podía ser de otra manera, ya que critica ‘a machete’ (expresión madrileña que siempre me ha hecho muchas gracia) el pecado nacional del país: la sempiterna hipocresía francesa, un tema que, por otro lado, es el asunto estrella de casi todas las comedias francesas de la actualidad.

Para concluir, sobre los padres de la vanguardia teatral contemporánea, Ionesco y Beckett, hay que remarcar que, como ante cualquier vanguardia, no puedes tratar de comprenderla, simplemente debes abrirte ante ella y dejar que te impregne con sus múltiples sensaciones, siempre subversivas, siempre arrolladoras.

De Beckett, desde que tengo memoria, he querido leer ‘Esperando a Godot’. Me parecía maravillosante brillante esa idea de la eterna espera, ¡qué grande! Y, efectivamente, su lectura ha resultado extraordinaria. Me ha encantado su metáfora (por más que él la negara) y ese sabor tan amargo a bilis que te deja en la boca, ¡ay, la humanidad! Pocas cosas me aterran tanto como sentirme espectadora de mi propia vida, ver la vida pasar, sin tomar parte en ella y dejar que pase un tren tras otro, tras otro. Esta obra debería ser de lectura universal obligatoria, vamos, seguro que más de uno pasaría a la acción y dejaría atrás el miedo, ¡yo te maldigo, estatismo vital!

Sobre Ionesco, poco puedo decir, aparte de ggruaf fa fa gurgur pfff kikijiji ras ras tris. Y creo que esa es la mejor manera de describir a ese loco rumano que tantísimo a contribuido en la evolución del teatro moderno. ‘La cantante calva’ y ‘Las sillas’ fueron las obras que escogí para su lectura. Me gustó más la primera, pero igual porque me pilló más desprevenida que la otra, para la que ya iba preparada mentalmente.

En fin, grande, grandísimo el teatro europeo. Un aplauso. Y telón.

Don Juan Tenorio, Zorrilla

Alguna que otra vez he dicho que el teatro en verso me resulta pesado y poco natural, por lo que prefiero leerlo en prosa. Pero, en ese sentido, ‘Don Juan Tenorio’, de Zorilla, ha marcado un antes y un después. Con razón siempre que se habla de Zorrilla, se habla de su poderío como poeta, ¡qué gran manejo del verso! Ha sido, en resumen, todo un descubrimiento y un gran placer leer su versión del clásico de Tirso de Molina.

Es, ‘Don Juan Tenorio’, mucho más que un alumno aventajado de ‘El burlador de Sevilla y convidado de piedra’; para mí, ha resultado ser muy superior al maestro. Me ha encantado todo en esta representación: como ya he dicho, su versificación es extraordinaria (rima, métrica y recursos perfectos para lograr un verso fácil de encadenar, ágil y natural como la vida misma) y, además, la refundición del mito me parece mucho más original y perfecta que su antecesora. Me ha gustado, especialmente, esa evolución psicológica tan interesante en la figura de don Juan Tenorio, que pasa de calavera, diabólico y patán, a salvado y redimido por el amor que le profesa doña Inés (y eso que él había matado al padre de ella).

Su principio nos dibuja a la perfección el carácter del protagonista; a continuación, tras algunas escaramuzas, entra en juego la aparición de doña Inés, punto de inflexión en la vida de don Juan Tenorio; y acabamos en, ni más ni menos, un cementerio lleno de esqueletos, espíritus, sombras, fantasmas y demás seres de ultratumba que, cuando están a punto de arrastrar al infierno el alma de don Juan Tenorio, desaparecen por obra y gracia de la purísima, virtuosa e ingenua doña Inés, a quien van dirigidos esos versos archifamosos de «¿no es verdad angel de amor / que en esta apartada orilla / más pura la luna brilla / y se respira mejor?».

En fin, toda una obra en mayúsculas, absolutamente recomendable para quien quiera disfrutar de un clásico atemporal.

Y como debate para este post, lanzo la siguiente pregunta al aire: ¿qué otras refundiciones literarias han resultado, a vuestro parecer, mejores que el original? Gracias por tu visita.

El cementerio de automóviles, Arrabal

El locuelo de Fernando Arrabal siempre ha sido una de mis debilidades. Adoro todo en él y es que los chicos «raros» nunca han dejado de llamarme la atención. Su vida entera ha estado dedicada al arte y en el teatro ha sido creador de nuevas tendencias y estilos absolutamente innovadores.

Recientemente, leí ‘El cementerio de automóviles’, una obra sorprendente y poderosamente vanguardista sobre la incomunicación humana. En ella podemos encontrar todas las obsesiones de este autor, tales como el citado aislamiento, la sexualidad, la libertad y la trasgresión moral.

Resulta difícil explicar su trama, tan absurda  e incomprensible, tan sólo son unos personajes extraños que interactúan en un ambiente bizarro, donde lo único que importa y que de verdad se pone de relieve es esa ausencia de humanidad que tantas veces caracteriza a los humanos.

Lo verdadero no es lo que comprendes o dejas de comprender, sino lo que sientes, lo que se te remueve cuando lo presencias. Sin palabras.

¿Más propuestas locas del teatro vanguardista europeo, tales como ‘La cantante calva’? Gracias por comentar.